Y
ahora corre, gilipollas. Sal de casa, no te cojas las llaves, ¿para
qué?. Coge la cartera, que la cosa no está barata para ir
mendigando. Plántate en la estación y coge el primer tren que
encuentres. “Qué le digo”, “Qué hago”, “No tendría que
haber hecho esto”, ‘Tendría que haber dicho que SÍ’. Quítate
esas mierdas de la cabeza, los viajes en tren están hechos para
poner los pies en el asiento de enfrente y que el revisor te eche la
bronca. Para ir escuchando vuestra canción favorita. Para quedarte
dormido en el hombro de la viejecita de al lado. Espera a que se
abran las puertas y vuelve, vuelve a correr, maldito gilipollas.
Esquiva a la gente, ábrete paso, empújala si hace falta, que se
jodan, ellos no tienen tus ganas, ellos están muertos por dentro.
Qué sabrá toda esta gente del amor. Llama a su timbre, pues claro
que no puedes esperar. La puerta está abierta, sube las escaleras de
tres en tres, tropiézate si hace falta. Haz ruido, mucho ruido,
tienes una puta filarmónica en el pecho y no te da la gana de
callarla. Allí está. Mirándote. Atónita. Qué guapa está. Cógele
la cara con las manos y cómele la boca. Cómesela como si llevases
meses sin desayunar. Con ella.
Eso
es lo que ella piensa que harías, lo que estaría bien hacer.
Pero
lo que haces de verdad es muy diferente. Te quedas mirando esa
pantalla del móvil, esa conversación en la que lo único que haces
bien es escribir las tildes para quedar serio. No arriesgas. Y quien
no arriesga no gana. Y tu la acabas de perder. Acabas de perder
aquella chica a la que conociste por casualidad y la que te dio
ganas. ¿De qué?, de lo que sea, pero te hizo avanzar.
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